sábado, 12 de agosto de 2017

Ahora puedes adquirir la novela e-book para tus dispositivos, en Amazon.com y compartirla con tus amigos. "El Soldado de la Jaula de Plata" Lanzamiento el 4 de Septiembre de 2017. Disponible en preventa.

domingo, 20 de marzo de 2011

LA JAULA DE PLATA

Original de

Gustavo Paredes Villagra



PROLOGO

Era una tibia mañana… la luminosidad del oriente trasandino que abrazaba la ciudad expandida hacia las parcelas cordilleranas, parecía anunciar que la primavera estaba cerca.

El disco solar, imponente, se alzaba lentamente sobre las altas cumbres pintadas de un blanco resplandeciente allende Los Andes, iluminando los pequeños edificios que componían el centro de la ciudad de Santiago de 1973… En la inmediatez urbana de la cordillera, que se alzaba como una adusta centinela, los faldones de los cerros parecían acariciar con sus pies las grandes casonas que aparentaban estar solitarias, entre las amplias y pastosas avenidas de los barrios pudientes. Los automóviles modernos y brillantes, enfilaban hacia el poniente como hormigas que se siguen unas a otras, guiadas por sus antenas blandeando al viento. El ajetreo propio de un día martes, se desarrollaba con una aparente normalidad.

Las fabricas y bodegas, agrupadas en los cordones industriales determinados por el nuevo plan regulador capitalino, bullían de febril actividad con un incesable movimiento de personas que ingresaban o salían de las instalaciones, en acuerdo a los turnos laborales que les habían requerido los compañeros de la administración obrera, de las grandes empresas extranjeras y nacionales que ahora pertenecían al Area Social del Gobierno Popular.

Los obreros, como siempre, habían salido de madrugada hacia sus trabajos y sus hijos, los escolares con sus gastados uniformes, como marejadas pintaban de grises y azules las calles de los barrios populares.

Un gris y espacioso autobús Mitsubichi, que en su señalética mostraba la sigla CTC, se detuvo en una esquina de la angosta avenida; mientras una furgoneta Citroen reluciente, adelantaba el gris vehículo que solamente transportaba escolares. Víctor Villagra, después de bajar del autobús destinado por el Estado exclusivamente para los estudiantes, caminaba hacia el liceo sumido en sus pensamientos.

A pesar del poco interés que despertaba en él la situación política, le preocupaba un poco los rumores de la inestabilidad institucional que circulaba en el ambiente desde un anterior intento de golpe de estado, denominado "El tanquetazo", que había sido sofocado por el propio comandante en jefe del Ejercito, el que posteriormente, como paradoja propia de un país latinoamericano, se había ganado la enemistad de las clases altas y algunos de sus pares uniformados, habiéndole como consecuencia, costado el puesto en una forzada renuncia. Un nuevo general, recomendado por el mismísimo depuesto comandante, ostentaba los primeros días de control del Ejército chileno, preparándolo para el desfile de fiestas patrias que se realizaría frente al mandatario del gobierno popular.

En palacio, la situación era tensa esa mañana desde que la Marina de Guerra, había regresado a puerto en la madrugada, posponiendo un ejercicio naval conjunto con la flota Norteamericana en aguas del Pacifico Sur y había ocupado el puerto de Valparaíso por medio de una sorpresiva insurrección, que controlaba las instituciones públicas de la ciudad.

El gobierno se movilizó temprano ese día, asumiendo sus funciones para recopilar todos los antecedentes de la situación, que cada vez era más inestable. Un par de ministros, habían recibido informes de inteligencia, que indicaban movimiento de tropas desde el Norte de la capital hacia Santiago, pero no había ninguna información oficial. Los mandos militares con sus edecanes de gobierno, no contestaban los teléfonos… y carabineros, con la guardia de palacio, no contaba con información de nada anormal.

De pronto, en unas pocas horas todo cambió… y el día se puso gris, para una relativa mayoría de ciudadanos, que tenía grandes esperanzas en el futuro. Ahora, nuevamente los tanques recorrían las calles de la ciudad. Camiones con soldados, uno tras otro, salían de sus cuarteles hacia los cordones industriales y al centro de la Capital, o con destinos desconocidos.

Eran más de las diez de la mañana cuando varias explosiones remecieron la capital, derribando las torres de transmisión de todas las radioemisoras afines al Gobierno. Solo una emisora austral siguió transmitiendo las palabras del Presidente constitucional, hasta que la junta golpista ordenó acallarla con la fuerza de todas las armas de la nación.

La guardia policial de palacio se retiro, dejando en la indefensión al mandatario y solo con su más cercano grupo de amigos personales, defendiendo una institucionalidad burguesa que no le era propia, en su condición de revolucionario y sin darle tiempo de convocar a plebiscito, para resolver la crisis institucional que se desarrollaba.

Las actividades diarias se suspendieron y los bandos militares transmitidos desde el batallón de telecomunicaciones, eran repetidos por los medios de comunicación opositores, incluyendo los audiovisuales, comenzaron a exigir a la población que volvieran a sus casas.

El comandante en jefe del Ejército, General Pinche recientemente nombrado por el Gobierno para contener la conspiración reaccionaria, sumándose al último minuto a la conspiración, encabezaba la rebelión golpista de la oligarquía.

Tiroteos y ráfagas de metralla se desencadenaron.

Carreras de civiles desarmados que buscan refugio entre los edificios de la ciudad. Militares que controlaban y detenían obreros, allanamientos de fábricas y locales sindicales.

Cierres de reparticiones públicas, universidades, escuelas y liceos.

Al presidente de la nación, elegido democráticamente, se le exigió la renuncia. Este, apelando a su mandato constitucional, se negó a dimitir resistiendo a la asonada y el palacio de gobierno, bombardeado inmisericorde y en llamas, después del vuelo rasante de los aviones de combate, era rodeado por los uniformados que miraban sin remordimiento como la bandera, a la que habían jurado defender, se consumía en el fuego, danzando en el humeante mástil que se alzaba en medio del palacio, en un macabro flameo provocado por el viento y el humo.

El Emblema patrio con la insignia del gobierno, en lo más alto de su asta, se consumía entre las llamas de la traición.

Del Presidente, medico… Nada se sabía, hasta que le versión oficial indico suicidio. El Gobierno Popular era ahogado en medio del humo, las balas y tiroteos, explosiones y muertos que comenzaban a apilarse, entre prisioneros de guerra con destino desconocido.

Víctor, al igual que los demás estudiantes, tuvo que volver expectante a su casa antes del toque de queda que comenzó a regir desde esa misma tarde y negándose a recibir el almuerzo que su madre le tenía preparado, comenzó a escribir en su diario de vida los hechos de aquel día de septiembre.

- Hay hechos que la historia oficial ha ocultado en el pasado. - le contesto a su madre cuando esta, con tristeza le pregunto que estaba haciendo. - Alguien debe escribir lo ocurrido, la verdad de los hechos. Algún día, después de esta oscuridad en que nos están encerrando, la verdad saldrá nuevamente a la luz... Muchos se van a arrepentir de lo que han convocado.

Horas después, decretado el toque de queda y el estado de guerra, con un bando militar el Congreso y Senado de la Republica, que horas antes en un voto de mayoría le había negado al Presidente toda posibilidad de solución constitucional consensuada, fue declarado en receso indefinido. El gobierno de facto, haciendo un llamado a los honorables afines al extinto gobierno, les conminó a presentarse en las dependencias policiales y militares.

- Esta guerra no es contra el Pueblo. - Recalcaban los Generales golpistas. - Al que se resista con cualquier tipo de armas, se le aplicará de inmediato la ley marcial.

* * *

El Cabo de Ejercito Paúl Schillins, se dirigió apresuradamente hacia una rojiza construcción de estilo ingles colonial… el casino de suboficiales.

Era un joven alto y delgado. Su corto, pero abultado pelo castaño claro, se le escapaba por los bordes del costado izquierdo de la negra boina, que le llegaba casi a la oreja.

- Tengo el tiempo justo para cenar antes de la ronda. – meditaba en voz baja.

Enfrentó el dintel de la entrada al edificio de dos pisos, con marcos rectangulares, vidrios y cristales labrados en sus costados, empujó con fuerza la maciza puerta de madera caoba y enfrento la amplia sala comedor, que se encontraba casi vacía.

Se dirigió a una mesa servida de pan y ensaladas, con vajilla de loza China, que solo le faltaba el plato fuerte, y se sentó sacando un trozo de pan.

Un joven, con guantes y delantal blanco, le sirvió un plato con carne y arroz.

- Tráeme un café en tazón grande, - Agregó el militar sin mirar al mozo.

Minutos después era servido por el silencioso joven, de acuerdo al pedido, dejando además sobre la meza, un azucarero de loza pintada.

Se sirvió apresuradamente la comida y se levantó de la mesa llevándose el tazón con café en su mano. Salió del edificio que simulaba una casona patronal de la periferia de Santiago, construida con intrincados espacios arquitectónicos franceses y altas cornisas cubiertas de teja. Bajó los escalones que iniciaban las veredas cubiertas con pastelones de cemento y volvió a su pieza.

Siguió por un costado del edificio e ingresó a una de las pequeñas instalaciones. Otro militar que se vestía con ropa de civil, miro a Schillins cuando entro a la pieza de solteros.

- Deberían darnos un día libre cuando estamos en servicio de rondas. – Le comento al cabo Caviedes, su camarada de pieza, mientras acomodaba su revólver en el cinturón. - Con la instrucción, la guardia, los servicios y las rondas no nos queda tiempo para nada.

- Eso nos pasa por ser simples suboficiales. – Respondió Caviedes.

- A mí me faltó la pura dote y el padrino para entrar a la Escuela Militar. – Agrego mientras sorbeteaba la taza de café. - El que no tiene un tío con plata, esta sonado.

- Es que eres un Cabo picante... Lo único que té queda, es hacer los cursos para oficial de abastecimiento. – Indicó irónicamente Caviedes. -

- Yo, De mono con maní… prefiero seguir siendo instructor de tropas. - Agregó Schillins mientras terminaba de tomar un sorbo de café. Miró de reojo hacia un reloj colgado en la muralla.

- ¡La puta! Ya se me hizo tarde y el capitán Clavel es fregado con los atrasos, le encanta tirar días de arresto.

Mientras el cabo dejaba la taza en una mesita al costado de la puerta y salía apresuradamente, su compañero de pieza, se cambiaba de ropa dispuesto a salir del cuartel por algunas horas.

Las viejas construcciones de ladrillos rojos eran altas y frías. Sus cornisas de madera sostenían las pesadas tejas que, ordenadas una tras otra, parecían estar en formación al igual que los jóvenes soldados que esperaban frente a las mamparas de la “cuadra”.

- ¿Llegó mi teniente Cornejo? – Preguntó el cabo Schillins al clase de servicio de la primera compañía, que se encontraba revisando a los soldados en aparente formación.

- No lo he visto. - respondió el cabo - La patrulla esta lista para salir y ahí viene mi capitán Clavel.

La patrulla estaba compuesta por el cabo Schillins, cinco soldados antiguos, un cabo de reserva y el sargento conductor del camión. Los oficiales eran el teniente Cornejo, que no había llegado y el capitán Mario Clavel.

El capitán impertérrito, se detuvo observando a los presentes. Instantes después, aparecía presuroso el joven teniente.

El camión militar encendió el motor y comenzó a tiritar con la ignición. Un vibrante y pastoso toldo trasero, se encontraba amarrado de los tirantes superiores a la rejilla metálica superior, como esperando ser soltado. Posteriormente, la patrulla se embarco por la parte posterior y los oficiales en la cabina.

El vehículo cruzó la guardia instalada bajo el arco del pórtico que formaba la construcción del imponente recinto de la comandancia del regimiento, después de la autorización del oficial a cargo de la guardia.

Salió a la calle casi desierta. Algunos vehículos pasaban aprisa, tratando de llegar a sus casas antes del toque de queda.

Las personas que circulaban a esas horas, miraban sus relojes y apuraban el paso reflejando temor en sus rostros al observar los camiones militares que recorrían las calles.

El sol del atardecer, se escondía entre los cerros orientales tiñendo de rojo los arrabales, como presagio de los días que se estaban viviendo.

Minutos después, las calles estaban vacías.

Atemorizados ojos, se filtraban a hurtadillas por entre los visillos de las ventanas cuando pasaba alguna patrulla a gran velocidad.

De pronto, algún disparo y carreras interrumpían el pesado silencio que provocaba el toque de queda.

El camión en el cual viajaba la patrulla del capitán Clavel se detuvo un momento en la esquina.

- Seguiremos por la panamericana hasta el sector del puente Bulnes, - indico el capitán – en la fábrica Hirmas todavía funcionan sindicatos comunistas clandestinos y seguro que encontraremos a más de un desgraciado infringiendo el toque de queda.

El vehículo enfiló rumbo al sur.

Las correas que sujetaban el toldo verde de la parte trasera, parecían danzar con el viento que las impulsaba hacia atrás. Los soldados, cobijados en su interior, coloquialmente reían con las bromas que entre ellos se hacían.

- Ojalá que esta ronda no sea puro paseo en camión – comento Kurt Landon, un rubio y juvenil soldado. - Tengo ganas de hacer puntería con un cerdo Upeliento.

Los soldados dejaron de reír.

- Ya te pusiste grave. - Respondió el cabo de reserva. - En un enfrentamiento podemos caer nosotros también.

- ¡Dónde la viste huevón! Si los comunistas no saben ni disparar... vos sabías que de nosotros, casi todos los que han caído es, porque son tan huevones, que se cruzan por delante de la línea de fuego.

- Ya, cállate y no hables huevadas.

El grupo de muchachos guardó un pesado silencio mientras el vehículo continuaba su camino.

Minutos después llegó a un puente. Se detuvo para que sus ocupantes bajaran rápidamente y el capitán, aún sentado en la cabina, ordenó al conductor que ocultara el vehículo algunos metros más al oriente, en la orilla del río.

Mientras los soldados tomaban posiciones, el teniente se dirigió al camión.

- ¡Cualquier cosa que ocurra, me avisan de inmediato! - agrego Cornejo.

- ¡Cómo ordene, mi teniente! – Respondió Schillins mirando a su superior alejarse. – Claro… Seguramente se va a dormir y yo tengo que seguir trabajando. – Murmuró mientras se alejaba.

El ruido de las turbias aguas del río, que se escurrían formando lomos blanquecinos al sobrepasar las rocas del lecho, ocultó el murmullo y los pasos del clase, que caminando, rumiaba su mala suerte.

En medio de la noche, un hombre de mediana estatura cruzó la calle Balmaceda en dirección al puente Bulnes. Los lisos baldosines de piedra ampliaban el sonido de los tacos de suela y el rechinar del calzado ya gastado por el uso, provocado por los pasos firmes y sin prisa. Vestía unos jeans también gastados, camisa y suéter y unas sandalias con correas de cuero.

Caminaba sumido en sus pensamientos sin preocuparle al parecer, del toque de queda.

- ¡Alto ahí! Conchetumadre.

El grito sobresaltó al hombre que se quedo inmóvil. Dos soldados que lo apuntaban con sus fusiles comenzaron a acercarse.

- Quédate donde estas y tiéndete boca abajo. – agregó el que parecía ser quien mandaba mientras movía su fusil como indicando lo que debía hacer.

- ¡Te dije al suelo! ¡Boca abajo y las manos en la nuca!

El hombre obedeció.

- Soy un sacerdote. - Agregó con un tono de voz extranjero, similar al sonsonete español.

- Claro... – Se mofo el cabo de reserva. - Y yo soy el pato Donald. –

Después de sonreír un segundo, como pensando lo que debería hacer, se dirigió al otro soldado. - Anda a buscar al cabo Schillins.

Los otros soldados se acercaron y sin dejar de apuntar, comenzaron a hurguetear con sus botas los costados del hombre como buscando algo escondido. Este, inmóvil no ofrecía resistencia alguna.

Segundos después, aparecía el clase.

- Dijo que era sacerdote, mi cabo.

El uniformado se dirigió a paso lento hacia el prisionero.

- ¿Si eres cura, porque no vienes vestido como corresponde? - Pregunto Schillins al hombre que levantó la cabeza para mirarlo.

- Porque nuestra congregación nos autoriza a no usar la sotana.

- ¡Nadie te dijo que levantes la cara! – Gritó Landon.

- ¡Ah! ¿Entonces eres de los curas rojos? – Agregó el cabo.

- Tampoco nos metemos en política. – agregó pausadamente. – Cuento con mi identificación y permiso de tránsito nocturno en la cartera.

El clase como ignorando lo dicho, ordenó al prisionero que se levantara y lo condujo con la palma de la mano en su espalda. Siguió hasta terminar el puente, dejándolo de pie con las manos en la nuca y vuelto hacia un murallón que había a un costado del río. Posteriormente, buscó en el bolsillo del pantalón y sacando unos papeles plegados, comprobó los documentos del prisionero. Enseguida, mandó un soldado que avisara al teniente.

Cuando el oficial llegó, Schillins le informó sobre lo que había ocurrido entregándole los documentos. El teniente miraba al sacerdote mientras escuchaba y se dirigió a él.

- ¿Conque dices que eres cura? – Interrogó el teniente - ¿Qué andas haciendo aquí a estas horas?

- Entregando una extremaunción. – Respondió tranquilamente el prisionero.

- Yo creo que andas conspirando en contra de la Junta de Gobierno. – Interrumpió el capitán que llegaba en ese momento, y dirigiéndose a Schillins agrego. – No hay nada más que agregar… las ordenes son claras de que hacer frente a los traidores a la Patria; Ley marcial. ¡Fusílenlo y tírenlo al río!

El instructor mira a Cornejo, mientras los soldados esperaban expectantes.

- ¡Es una sentencia! - Agregó el teniente. - Mi capitán, tiene disposiciones claras al respecto desde la comandancia. – Y dando la vuelta sin agregar más, se alejó.

- Es un cura. – Susurro el cabo de reserva. – Está desarmado y parece que es extranjero.

- ¡Ya escucharon la orden! - indico Schillins - Consigue un pañuelo y tápale los ojos al condenado.

El cabo de reserva saco su pañuelo y entregándoselo a un soldado, le señalo al religioso.

El soldado se acercó dispuesto a vendar los ojos del condenado...

- No me tapes los ojos. – Susurró el cura – Quiero mirarte a la cara mientras pido a Dios por tu perdón.

- ¡Formar la escuadra! – Gritó en ese momento Schillins y el soldado perturbado, llevándose el pañuelo, tomó su puesto.

- ¿Que te paso? – Susurró Landon – ¿Por qué no lo vendaste?

- No quiso. – Contesta secamente el soldado guardándose el pañuelo en el bolsillo trasero.

- ¡Preparen! – Gritó nuevamente el clase - ¡Apunten!...

El sacerdote imperturbable, miraba fijamente al soldado, mientras murmuraba sus rezos seguramente emulando el ejemplo de Cristo.

Los disparos rompieron el silencio rebotando con su eco entre las rocas. Unas gaviotas que dormitaban en las orillas del río alzaron vuelo graznando sorprendidas.

Después, el cuerpo fue arrastrado y el chapoteo en el agua se extinguió de inmediato y nuevamente el pesado silencio se apoderó del lugar. Solo las fábricas del sector, como mudas construcciones testigos de la barbarie; con sus luces apagadas y sus patios vacíos que terminaban en las rocas, parecían no querer mirar; y las sombras que todo lo cubrían, ocultaron el bulto ensangrentado… que lentamente arrastraban las aguas del Río Mapocho, que noche tras noche se teñían de sangre.

* * *

Las polvorientas calles de la población periférica, hecha mayoritariamente por construcciones de madera, estaban vacías. Los vecinos temerosos, observaban por las roídas ventanas de esas casas… mediaguas casi todas pareadas. Mientras el sol de la mañana, calentaba la tierra con sus rayos primaverales.

Una casa de ladrillos a medio construir interrumpía la línea de cruce, a una bocacalle de tierra árida y desolada. Un portón de madera, al costado de esta, comenzó a abrirse lentamente.

El tío Juan un hombre enclenque de canosas sienes, fue el primero en salir de la amarillenta casa.

Cruzando la reja de resecas maderas, miró hacia los costados, avanzando lentamente y seguido por un púber caucásico, de mediana estatura.

Detrás de ellos, la temerosa madre.

- Anda con cuidado, Juan... y tu, hijo, si ven a los militares se vienen al tiro, no importa que no compren pan.

- Sí mamá. – Respondió el joven y delgado Luís Perez.

Temerosos y mirando hacia la esquina, salieron por la solitaria calle.

Avanzaron cautelosos ignorando el ladrido de los perros que, desde los pasajes interiores, parecían advertir el peligro que se cernía sobre la población. Luego de caminar, para ellos un interminable rato, llegaron a una avenida.

Al fondo, a pesar que siendo ya el medio día y aun no levantaban el toque de queda, había gran cantidad de gente haciendo cola al costado de la cortina metálica que cerraba la panadería.

De pronto, un jeep del ejército apresurado aparece por una esquina. Sobre él, soldados armas en ristre y en el centro del vehículo, una metralla amenazante acariciada por un joven soldado con la cara pintada.

- ¡Vienen los milicos! – Gritó un poblador y todos los que esperaban en la cola, salieron corriendo hacia los callejones.

El tableteo de la metralla junto con los gritos rompió la calma.

Luís corrió entre algunos pobladores, mientras detrás, como una película de cine americano, silbaban las balas entre los gritos de las mujeres.

Llegó a la esquina y viró hacia el oeste por un pasaje y segundos después, se dio cuenta que su tío no estaba con él.

- A lo mejor lo tomaron los milicos. - Pensó y temeroso decidió volver sobre sus pasos.

Llego a la esquina, desde allí se veía la panadería y el jeep militar.

Los soldados, riendo jocosamente encañonaban a dos pobladores que de pié, frente a estos, apoyaban sus temblorosas manos en la nuca. Uno de ellos era el tío Juan.

- Y ahora, se van corriendo lo más rápido que puedan. - dijo un soldado y golpeando con la culata del fusil en la espalda al indefenso Juanito, hizo correr a los hombres en medio de la risa de los otros soldados.

- ¡Rápido, antes que los matemos! - grito y disparando una ráfaga al suelo donde corrían los asustados pobladores, hizo que las compungidas victimas, dando saltos, trataran de salir lo más rápido posible del sector en que estaban.

Una nueva ráfaga disparada por otro de los uniformados hizo saltar piedras y hormigón de la avenida alcanzando a uno de ellos en la pierna. El hombre cayó al suelo dando vueltas hasta la cuneta y como un resorte, se levantó, para seguir su carrera, cojeando y saltando en un pie.

El tío Juan no paró de correr.

Luís trató de seguirlo, el cansancio comenzó a manifestarse y la respiración entrecortada, agrandó la distancia.

Intentó mantener el ritmo para no perderlo de vista, pero sin lograrlo, volvió a casa exhausto.

Horas después, ya cuando todo hacía presagiar una desgracia, el tío Juan, cansado y demacrado, regresó sin poder explicar lo que había ocurrido.




SE HARAN HOMBRES



Capítulo I


Siglo Veinte… Era una mañana de abril en plena guerra fría.

Una tenue neblina cubría los cerros del puerto de Valparaíso junto a las casas que, parecían colgar entre murallones y quebradas, enredándose una bajo otra, producto de las empedradas callejuelas e interminables escaleras de cemento y piedras.

Inmóviles, los carros de latón multicolores, con sus largas varillas en el costado inferior, sostenían las pequeñas ruedas que parecían envolver los rieles que se perdían en las faldas de los cerros.

La mar con su incesante oleaje, golpeaba una y otra vez los requeríos de la costanera, levantando el salado rocío que humedecía los rostros de los pescadores que caminaban presurosos, para llegar a las caletas y salir atrasados a la mar, a causa del toque de queda que no les permitía internarse mar adentro de madrugada.

La Universidad de Santa María, encaramada en el cerro inmediato a la costanera, parecía funcionar con todas sus facultades en forma normal, con excepción de la facultad de filosofía.

Desde que el Rector había sido reemplazado por un uniformado, se habían prohibido las organizaciones corporativas de los estamentos educativos, así como las reuniones del alumnado.

Un ambiente tenso, precedía los memorandos internos que normaba las nuevas situaciones de relaciones, al interior de la comunidad educativa.

En la amplia y luminosa biblioteca, un joven delgado, aparentemente con menos de veinticinco años, de rasgos nórdicos y de pelo castaño, tomaba apuntes de un ajado libro.

Apilados en un costado del escritorio, otros libros dejaban ver sus páginas impregnadas de caracteres.

Alejandro Lehtman dejó de escribir un segundo y estirando sus brazos en un largo bostezo, observó por el ancho ventanal como la neblina que se levantaba, dejaba ver la inmensidad del pacífico océano cristalino.

El silencio del espacioso lugar, fue roto por el sonido sordo de las botas que calzaban los soldados… ingresaron rápidamente y se dirigieron hacia el anciano bibliotecario que parecía dormitar.

Se detuvieron frente al escritorio esperando la atención del viejo que, mirándolos por encima de sus anteojos, no hizo movimiento alguno.

El oficial se acercó un poco más por el costado y mirando al viejo que continuaba escribiendo, ahora un poco incomodo, se inclinó lentamente y preguntó algo al oído del encargado que se irguió con un cadencioso movimiento. Recorrió con la mirada buscando entre los estudiantes que parecían algo nerviosos y fijando la vista en Alejandro, le indico al militar.

Este se dirigió de inmediato al escritorio donde se encontraba el estudiante.

- Señor Lehtman, sígame por favor. - indico junto con su mano hacia la entrada. Tiene que acompañarme de inmediato.

- Pero, debo terminar de sacar estos apuntes para mi tesis de ingeniería.

- Olvídese de eso... Por orden de la Dirección Nacional de Movilización debe presentarse de inmediato en el cuartel militar.

- ¿Y mi tesis? Debo entregarla la próxima semana.

- ¡No se preocupe! ¡De eso se encargará el Rector!... ¡El, ya está en conocimiento!

El joven se levantó y tomando sus apuntes acompañó al militar saliendo del recinto custodiado por una patrulla de soldados.

* * *

Algunas horas antes de levantado el toque de queda, el sol había asomado por la cordillera de los Andes, iluminando la Capital con amarillos resplandores.

La ley marcial impuesta por el nuevo gobierno, mantenía una aparente calma… después las calles lentamente cobraban vida y los vehículos comenzaban a circular junto con las personas que salían a sus trabajos.

Lentamente la temperatura fue subiendo entibiando imperceptiblemente las paredes del recinto de color rojizo, que estaban rematadas con espirales de alambres de púas en su parte superior y dejaban pasar entre cornisas y árboles, los tenues rayos de sol que subían lentamente la temperatura del ambiente matutino.

Entre uno y otro vehículo que reducía la velocidad para pasar frente a la adusta instalación, Un autobús de los años setenta, camión americano de color rojizo, se detuvo frente a un armazón con cuatro pilares de metal que sostenían un toldo. Enclavado en una esquina, la extraña construcción servía de paradero a un costado de la acera… en la esquina contigua del rojizo edificio. El microbús que trasladaba a somnolientos pasajeros, abrió sus puertas desplegables, permitiendo descender posterior a una rolliza señora, de vestido café, a un joven moreno, energético y de cabello rizado corto, que ávidamente observó el lugar.

Allí, a la sombra de ladrilleros muros, un grupo de jóvenes de pie en la vereda, susurraban alguna que otra aventura nocturna provocada por el toque de queda.

Mientras tanto, varios ojos miraban a hurtadillas desde unas torres de metal en las esquinas del recinto.

El joven, impulsando una mochila de mezclilla hacia la espalda y sonriendo histriónicamente, tomo rumbo al norte con gallardía. Enfrentó la acera que separaba la instalación militar de las casas colindantes, cruzó la loza de cemento resquebrajado, buscando con sus ojos ávidos de información, entre los muchachos que conversaban a alguien conocido.

El moreno atravesó sonriendo la calle que lo separaba del grupo, mientras el autobús se alejaba rumbo al sol.

Uno de los que esperaban en la vereda, un joven delgado, con sus mejillas encendidas que diferenciaban claramente el pálido de su rostro, sentía algo muy similar al miedo y observaba atentamente a los que se agrupaban en el lugar, solo escuchaba. Todos eran desconocidos y no se atrevía a dirigirles la palabra. Vestía unos jeans gastados y grasientos, polera sudadera y suéter de lana azul con las mangas a medio brazo a pesar del frío matinal.

De pronto, un saludo muy familiar lo hizo girar para mirar de frente, el rostro por fin conocido del recién llegado que caminaba hacia él.

La cara morena, risueña y amigable, que sin denotar temor alguno en alzar la voz, rompió el ambiente tenso y taciturno de la impaciente muchachada. - Hola Lucho, ¿también te tocó?

Y esperando una respuesta, se acercó.

- No sé, no he visto las listas. – contestó Luis. - Y tu, ¿Saliste llamado?

- ¡Claro pó, por eso estoy aquí! – Agregó con una mueca irónica. - ¿Y como es eso de que no sabes?

El sonido de una reja metálica al abrirse, provocó unos segundos de inquietud en los presentes que, simulando no prestarle mucha importancia al hecho, continuaron la convivencia.

- No tengo idea. – Agrego enseguida Luis. - El sábado fue el Pepe a mi casa, me dijo que vio mi nombre en la lista y que debía presentarme hoy...

De pronto, carreras junto a metálicos sonidos interrumpieron la conversación y en la calle aparecieron varios soldados con los fusiles en ristre, saliendo a la carrera del edificio, gritando y apurando.

- ¡Vamos huevones, todos, muévanse! – escrutaban encolerizados moviendo sus armas para indicar la dirección. - ¡Todos ustedes, corriendo a la entrada! ¡Ingresen rápido… cagones!

En una repentina vorágine, los sorprendidos jóvenes cruzaron una gran reja corriendo, para posteriormente cruzar un amplio y arqueado pórtico, que semejaba la entrada de un castillo medieval de color rojizo anaranjado y luego, una rampa metálica hasta llegar a una especie de patio de arenilla y cemento.

Todo era un caos entre los soldados que apuraban y los sorprendidos jóvenes que seguían las instrucciones como animales en desbandada, quedando de frente a una pared.

Les hicieron detenerse en ese muro contiguo a los edificios de la guardia y los sorprendidos jóvenes quedaron mirando las rojas murallas internas, que semejaban paredones de ejecución.

- ¡Con las manos arriba y las piernas abiertas! - gritaban.

- ¡Júntense ahí maricones! ¡Ahora van a conocer lo que es disciplina!

Se detuvieron amontonados. Solo unos segundos bastaron para que los soldados a punta de fusiles, golpes y empujones, los dejaran en una línea similar a un paredón de fusilamiento, algunos muchachos parecían a punto de romper en llanto.

Luego, comenzó la revisión. Los soldados que daban las órdenes y que solo portaban revólveres al cinto, actuaban en forma violenta… rápidamente les pasaban las manos entre las piernas y les sacaban las camisas a tirones, mirándoles el estomago y los brazos. Algunos jóvenes eran sacados violentamente y llevados a alguna parte. Los demás, fueron quedando inmóviles con las manos en alto, respirando algunos minutos de forzada tranquilidad.

Minutos después, los confundidos e indefensos seres humanos, que quedaron esperando en la incertidumbre, fueron llevados al interior del cuartel custodiados por una veintena de guardias armados y pintados como para combate.

Sentados en una galería de madera en un gran patio de césped, escuchaban a dos soldados, al parecer superiores por su impecable vestimenta de combate y sus revólveres al cinto, que contrastaba con los uniformes descoloridos y los fusiles de la guardia. Gritaban los nombres de una lista que confirmaría la circunscripción de los presentes.

- Ojala no esté mi nombre. - pensaba Luis, aunque le era indiferente quedar o no, incluso, tal vez deseaba salir llamado.

Poco a poco, escuchaba pasar los nombres de los otros y de pronto, de la boca del militar que gritaba nombrándolos, salió la confirmación.

- ¡Luís Pérez!

- Presente señor.

- ¡El señor está en el cielo, huevón! ¡Aquí se dice firme mi cabo!

Tuvo que bajar corriendo los peldaños y corriendo volver al patio de arenilla.

Un sargento gordo, sentado ridículamente detrás de un pequeño escritorio, comenzó a preguntarle sus datos personales.

Terminado ese trámite, controlado siempre por los soldados y sin dejar de correr, se fue a una fila para que le cortaran el pelo.

Luis Pérez, era un joven no muy alto, de cabellos castaños. Tenía una cara agradable y parecía un niño aunque ya tenía 18 años, era un poco introvertido pero muy observador.

Provenía de una familia modesta, donde el padre era el que mandaba y había que guardarle mucho respeto. La madre, una muy buena señora apegada a la religión católica, había sido catequista cuando Luis era muy niño y este había hecho la primera comunión convencido que debería ser muy bueno para ganar el cielo, y había tratado.

Sus hermanos, tres mujeres y un niño menor, eran muy protegidos por sus padres, especialmente las niñitas con quienes el padre se extralimitaba.

Todo pasó muy rápido esa semana. Cuando Pepe, el compañero de curso le fue a avisar, Luis no se esperaba la noticia.

Cuando se presentó el primer día pensando que su nombre no estaría en la lista y volvió con el pelo corto. Cuando el siguiente día el examen médico dijo que estaba apto para integrar las filas del Ejercito, ese mismo Ejercito que había desconocido y sobrepasado la Constitución democrática y que ahora controlaba con mano de fierro, el nuevo gobierno, una dictadura militar en concubinato con la extrema derecha.

Era temprano el día viernes cuando los subieron a los buses y salieron rumbo al hospital para el último examen. El bus en que iba Luis, quedó a cargo de un Cabo alto. La boina negra, cubría su cabello medio rubio y con su cara de alemán, al ver que los futuros conscriptos conversaban alegremente en voz alta, los increpó.

- ¡A callarse, señores! ¡Este no es un paseo de Scout!

Pero las risas continuaron ignorando el llamado de atención.

- ¡Ah! ¿No hacen caso? Ya van a caer en mis manos, pelados crestones. Mírenme bien… – Dijo en tono amenazante. - Como que me llamo Paúl Schillins.

- Ojalá no me toque con él. - Pensó Luis. – Seguro que este, es un perro de mierda.

Durante toda la mañana esperaron en el Hospital militar que les realizaran los exámenes de rayos. Después, solo pasaron a la pequeña salita… se pusieron frente a la cámara de rayos equis y el sonido eléctrico indicó el termino del procedimiento.

Sin desayuno ni almuerzo, regresaron al cuartel cuando atardecía.

De vuelta, en el patio de arenilla se quedaron esperando hasta que aparecieron los clases… los jóvenes trataban de estar formados. Un suboficial se paró frente a ellos, acompañado de otros instructores.

- Señores, ustedes son los sobrevivientes de esta guerra, son los que aprobaron y están aptos para cumplir con su servicio militar... Considérense parte del Regimiento de Infantería numero uno. - Dijo el militar en una improvisada arenga, paseándose de un lado a otro con prestancia y altanería para inspirar respeto. - Desde ahora son los nuevos defensores de la Patria. – agregó. - Ya han dejado de ser civiles y ahora asumen su responsabilidad con la patria, la nación, la bandera y la libertad. La responsabilidad que deben asumir es grande; es la misma que asumió, el Supremo Gobierno Militar con el Comandante en jefe a la cabeza… nuestro gran General que lucha contra el marxismo internacional que nos quiere hacer esclavos. Es una guerra que debemos afrontar ahora, porque el enemigo está en todas partes… y uno no sabe quien es. Deben saber que serán días difíciles, el honor militar los tendrá predispuestos a afrontar el peligro permanente de los que querían destruir nuestra sociedad y que posiblemente están incluso en nuestras filas. Es un enemigo astuto que debemos saber detectar y neutralizar... Es por eso que tal vez, algunos de ustedes, no termine su entrenamiento y no vuelva a contemplar el azul del cielo, el blanco de la cordillera y el rojo de nuestras insignias. Que no les importe lo que les ocurra a esas alimañas, enemigos de la Patria... para sobrevivir hay que terminar con la fruta podrida y ustedes están aquí para cumplir con esa misión.

El suboficial guardó silencio. Se quedó mirando unos segundos los rostros de los jóvenes como buscando algún culpable, esperando que se delatase en su propio nerviosismo.

- Por eso, debemos estar alertas, vigilantes y atentos a la mentira y al engaño… de los que quieren destruir nuestra Nación. Y ahora, sigan a estos esforzados militares, que serán sus superiores y serán casi sus padres, que les enseñaran a ser, como el soldado patriota, vencedor en la Guerra del Pacifico. Los formaran como en un crisol de hierro, convirtiéndolos en verdaderos infantes… gracias a ellos, se harán hombres, valientes y honorables.

* * *

La vieja casona instalada en una de las estrechas calles en el centro antiguo del puerto, parecía vacía y sin moradores desde las calles adyacentes… Los vehículos que pasaban enfrente, ingresaban por un portón que, al costado de unas murallas de adobe de una antigua construcción a medio derrumbar, iniciaba una larga pandereta de ladrillos, rematada en su parte superior por alambre de púas y vidrios puntiagudos.

Dos sujetos de pelo corto, con chaqueta y lentes oscuros, bajaron de aquel automóvil americano de color azul, que parecía pertenecer a algún consulado europeo… Tomaron del brazo al joven universitario con los ojos vendados y lo condujeron hacia una puerta metálica.

Ingresaron por un largo pasillo hasta llegar a un patio interior y sacando la venda de los ojos de Alejandro, lo dejaron en el umbral frente a otros jóvenes que, sentados en bancas y sillas de madera, conversaban en voz baja.

Buscó un lugar donde sentarse a esperar sin saber que… y no encontró espacio disponible, por lo que tuvo que continuar de pié hasta que apareció un joven soldado, llamando entre los presentes.

- Alejandro Lehtman.

Levantó el brazo en señal de aceptación y se dirigió hacia el soldado.

- ¡Sígame! Mi coronel lo espera.

Siguió al uniformado por otros iluminados pasillos, entre habitaciones con puertas cerradas, hasta llegar a una al final de una galería de vidrio.

El soldado abrió la puerta y, sin decir palabra alguna, lo miró ingresar a la oficina. Lentamente el joven camino hacia un militar que sentado en un espacioso escritorio antiguo, levantó la vista del documento que leía y se incorporó apoyando las dos manos sobre el mueble.

- Usted es… - Agregó con tono paternal. - Alejandro Lehtman Rodríguez.

- Así es, señor. – Respondió el joven agregando inquieto. - Pero, ¿Por qué estoy…?

- ¡Tranquilo! – Interrumpió el militar. – Tome asiento, que le quiero hacer unas preguntas.

El perplejo estudiante buscó en rededor un sillón y se sentó pausadamente.

- Por lo que se, usted está cursando quinto grado de leyes en la Universidad Santa María y es un buen estudiante… Sobresaliente. – agregó el militar caminando hasta quedar frente al joven.

- Es que por las tardes hay mucho tiempo para estudiar y como no se puede salir de noche… - Agregó Alejandro.

El toque de queda es un estado de excepción importante en estos tiempos… pero, no es el tema que debemos tratar. ¿Tengo entendido que Usted es hijo del ex senador por Valparaíso, don Hanss Lehtman Echaurren?... Un gran dirigente político de La Falange.

- Si… Soy uno de sus hijos.

- Y en la Universidad, antes… ¿Usted participaba en política?

- Nunca me interesó… Aprendí de mi padre que la política es el más ingrato de los oficios, y el más inestable…

- ¿Por eso se retiró su padre?

- ¡No! Sintió que traicionaban sus principios cuando cambiaron La Falange por Democracia Cristiana.

- Pero, gracias a ese cambio, la Democracia Cristiana se convirtió en la primera fuerza política del país… ¿No habrá sido que dejó la política porque dejó de ser Dirigente?

- No lo creo, ¡El amaba el servicio público!...

- Bueno… Pero, ahora me interesa más Usted. - Continuó el oficial sentándose en un sillón frente a Lehtman. – Estamos en etapa de reconstrucción institucional, como se habrá dado cuenta… y la Nación necesita de sus mejores hombres para limpiar la casa… Necesitamos civiles que se encarguen de impartir justicia y extirpar el cáncer marxista que corroe los cimientos de la sociedad cristiana occidental. ¡Hombres como usted! (…) – El oficial miró por un segundo el rostro imperturbable de Alejandro y continuó. – Tenemos la aprobación del Supremo Gobierno para usar todos los medios disponibles… y organizar un gran movimiento cívico que trabaje junto a los militares en labores operativas de apoyo a la justicia.

- Me imagino que los jóvenes, que vi cuando llegue y que están en el patio...

- ¡Así es!, ¡Junto a otros en todo el país!

- (…) Entonces, a mi no me necesitan. - Agregó pausadamente el joven. – Allí me pareció ver a otros dirigentes universitarios, que estudiaban conmigo y participaban en grupos nacionalistas, gremialistas y de Patria y Libertad… y seguramente están mejor preparados que yo para labores político sociales. Prefiero contribuir en la reconstrucción nacional desde el mundo civil y desde los tribunales de justicia.

- ¡Creo que Usted no entiende! Estamos en estado de guerra interna y sus servicios son requeridos por la patria, si o si… Según la ley de movilización nacional, usted está en la reserva. Cuando hizo su servicio militar con una hoja de vida excelente, salió con el grado de Sargento reservista.

- Pero, entiendo coronel, que usted me ofrece participar en un organismo cívico…

- ¡Señor Lehtman! Hoy día, en estos tiempos… ¡O se está con la Junta de gobierno… o se está contra ella! Si no quiere trabajar como civil, trabajará como militar hasta que la guerra contra el comunismo termine.

- ¿Entonces, no tengo alternativa? - agregó el joven levantándose. - ¡Estoy a sus órdenes, mi coronel!

- ¡Así es! ¡Espere afuera su nombramiento! ¡Puede retirarse!

* * *

Estaba amaneciendo en la capital.

Una luminosidad celeste emergía allende la cordillera de Los Andes, inundando de claridad las cuadras donde dormían los soldados.

El cuartel con sus viejas estructuras comenzó a emerger entre las sombras mientras un soldado aparecía en una puerta del sector de guardias, con una trompeta.

El silencio de la madrugada se vio interrumpido por el traquetear presuroso de un sargento bajo y regordete, que apagó el sonido agudo de la diana.

Llegó rápidamente a una de las estancias y abriendo violentamente la puerta del dormitorio de la primera sección de fusileros, se detuvo en el umbral.

- ¡Levantarse! - gritó al momento que comenzaba a golpear los catres. - Tienen diez tiempos para levantarse y van siete... seis...

Los soldados sobresaltados, se incorporaron de sus camas. - Cinco... - continuaba gritando el clase.

Los jóvenes trotando, salían de sus piezas y se dirigían a las duchas; un pasillo en el cuál, las regaderas distribuidas alternativamente algunas arriba y otras a la altura de las caderas, mojaban de una pasada al que lo cruzaba.

- ¡Rápido! ¡Vestirse de inmediato pelados! ¡Y tienen cinco tiempos para hacerlo!

Corriendo en todo momento, a medio secar, los conscriptos se ponían el gastado y viejo uniforme de color verde apastelado, casi todos de la misma talla, que hacía verse a los más altos, cómicos y ridículos.

- ¡Salir a formar todos! ¡Muévanse rápido, mierda!

Luis salió al patio corriendo entre los demás, ya había algunos formados frente al sargento.

Poco a poco y entre los gritos del superior quedaron todos en silencio.

Acto seguido y siempre en formación, se dirigieron al "rancho".

El sol, recién aparecía cuando los soldados terminaron su desayuno.

Un sargento gordo, que se apellidaba Gallardo y que los había custodiado mientras degustaban la leche junto a una tortilla endurecida, les ordenó levantarse para volver a sus cuadras a estirar las camas; después de esto, el sargento se dirigió al casino de suboficiales mientras a la cuadra, se acercaba otro militar.

Los clases, se rotaban en los momentos de descanso, para tener a los soldados permanentemente ocupados.

Los conscriptos en el recinto militar, no pararon en toda la mañana.

La instrucción matinal, se realizaba diariamente en una polvorienta cancha de fútbol al fondo del cuartel. A continuación de esta, se vislumbraba un terreno árido, con algunos muros a medio construir. Toda la instalación, terminaba en un polígono de tiro en las faldas de un cerro, hasta donde llegaban las murallas que cerraban el Regimiento. Dos torreones de madera, controlaban los accesos por la ladera de los faldones.

El trabajo físico deportivo, comenzaba con un trote de varias vueltas por una pista de arenilla, que circulaba la cancha.

A continuación, los ejercicios de preparación física se efectuaban repetidamente con normalidad, en formación y tiempos de a diez en diez. Después, venían los ejercicios de escuela, que consistía en formación, marchas, giros, posiciones de escuadras y de estado individual.

El sargento Gallardo, comandante de la primera escuadra, proyectaba una imagen de seriedad y respeto.

A veces era muy cómico y de solo verlo, Luís no podía aguantar la risa.

- ¿Quién se está riendo? - preguntó el sargento.

- ¡Firme mi sargento! - gritó Luís y vio acercarse al clase que se paró frente a él. El sargento levantó su mano y en un segundo, propinó un palmazo en la mejilla del conscripto que se encontraba al lado derecho de Luís.

- ¿Tú lo estabas haciendo reír? - le preguntó después de pegarle.

- ¡No mi sargento!

El sargento giró levemente a la izquierda y su mano fue a dar directamente a la mejilla del soldado que estaba al otro lado.

- ¿Entonces fuiste tú? - dijo enseguida.

- ¡No mi sargento!

Luis vio elevándose la mano un segundo y luego sintió arder su mejilla.

- Yo nunca le pego a uno solo... Por lo menos a tres. - decía el sargento mientras se situaba frente a su escuadra para continuar la instrucción.

* * *

Era una mañana húmeda en el puerto de Valparaíso.

En el horizonte, un pequeño barco carguero se alejaba hacia una calmada mar azulosa, que se confundía con el nuboso y lejano cielo.

Jorge Olivares, un joven obrero portuario, se levantó de la pequeña meza y besó a Hilda, su hermosa mujer, que levantaba dos tazas para dejarlas en una batea con agua, sobre una escuálida banca de madera al costado de la cocina.

La mujer, de pelo rizado azabache y rasgos asiáticos, miró con melancolía a su marido. Sus verdes ojos, se iluminaron con la cálida luz que se filtro por la puerta al abrirla para que Jorge saliera a su trabajo.

- Cuídate negrito, mira que anoche hubo una balacera de los mil demonios y puede que todavía anden por ahí los militares… Y en una de esas…

- ¡Tranquila, mujer! Eso ocurre durante el toque de queda y yo tengo mi pase del puerto que me identifica como estibador… Así que no me va a pasar na.

- No sé porqué… pero, tengo un mal presentimiento.

- ¡Ya! No piense más leseras… nos vemos a la tarde. – Agregó Jorge mientras salía y cerraba la puerta.

Se encaminó hacia las escaleras que llegaban al ascensor.

Lo mismo que su mujer, él también se sentía inquieto, pues sus compañeros del sindicato habían sido arrestados días atrás por personal de la Marina y no se sabía el paradero de estos.

El sol de la mañana iluminó el latón gris del ascensor que, con un crujido, comenzó a subir por la ladera del cerro. Los obreros somnolientos esperaban pacientemente que el metálico carro llegara y abriera su puerta para abordarlo.

Jorge debía llegar lo antes posible a las bodegas del puerto. Le habían dejado a cargo de la apertura de estas, para la descarga de los container que pasarían posteriormente por la aduana.

Subieron al metálico carro que comenzó a bajar ruidosamente desapareciendo entre los techos de las casas que se encaramaban en el cerro.

Momentos después, Jorge y los demás, salían por el callejón que unía la entrada del ascensor con el plano de la ciudad.

Cruzó la plaza de la intendencia que se encontraba vacía a esas horas, se detuvo un momento frente a la estatua del héroe de la marina en la guerra del Pacifico y miró hacia la entrada del puerto que era cobijada por los altos y delgados edificios de la Aduana y la Estación del ferrocarril.

Cruzó posteriormente la plaza de la marina e insistió en mirar hacia las torres de oficinas que marcaban la entrada al puerto. Una fila de obreros que terminaba casi, en la estación del tren, marcaba la entrada al recinto portuario que era controlado por personal uniformado de combate.

Se detuvo nuevamente sobresaltado y miró desde el escalón final de la estatua del héroe de Iquique.

La revisión de ese día no era usual, generalmente los marinos controlaban en la entrada las tarjetas de identificación en forma expedita. Esta reflexión le hizo titubear.

Pensó en devolverse, pero una patrulla de carabineros que se acercaba, le hizo perturbarse aún más y siguió su camino hacia el muelle.

- Si me detienen no sé como avisarle a Hilda, no creo que los marineros se encarguen de avisarle. - pensaba mientras caminaba lentamente. - Por lo menos, de todos los que han tomado presos, la familia se ha enterado porque no llegan a la casa el mismo día.

Los minutos se hicieron eternos.

Llegó al sector de ingreso que era demarcada con abundantes barreras de contención y a lo menos, una escuadra de marineros en tenida de combate.

Se ubicó al final de la fila y observó el procedimiento de revisión.

Una vez confirmada la identificación de los obreros, se les permitía el ingreso al sector de la aduana donde eran revisados. Después eran anotados en otro libro por los uniformados, y los dejaban entrar hacia el sector de descarga del molo de atraque. Caminando rápidamente por entre las líneas del ferrocarril se dirigían a las grúas de descarga y los container.

De pronto, a una señal del oficial que controlaba, dos marinos que esperaban de pié en la entrada, acudieron a la oficina.

El oficial dio una orden y los soldados acompañaron a un obrero que, nervioso, era conducido hacia las oficinas de la Aduana, ingresando por una escalinata que daba a los subterráneos.

La inquietud de Jorge se acrecentó.

Uno a uno fueron avanzando en la fila. Los minutos se hicieron eternos para Jorge, hasta que llegó su turno y un sudor frío corrió por su espalda. Un dolor en el cuello casi en la base de la nuca le obligó instintivamente a tomárselo con la palma de la mano y presionar levemente para relajarlo.

Dio unos pasos y quedó en la entrada, al principio de la fila, esperando la señal del soldado para ingresar y ponerse frente al pequeño escritorio en donde revisaban la documentación.

- Mejor me voy… - pensó un segundo - ¿Pero, por qué me voy a arrancar si yo no he hecho nada malo? Además no creo que sea mucho tiempo lo que me tengan preso, si es que me toman. - reflexionó como para darse ánimo.

La señal del uniformado le hizo caminar hacia los militares que le observaban detenidamente y se situó frente a ellos, mientras con su mano entregaba el pequeño documento de identidad cerrado por las plásticas tapas verdes.

El oficial, recibió la credencial del obrero que se detuvo en frente y abriéndolo, comenzó a revisar los datos y con una regla de madera puesta sobre el libro de control, buscó el nombre del obrero. Se detuvo en un lugar de la nómina y tomando el documento de Jorge, lo metió bajo el escritorio e hizo una seña con la otra mano. Con un movimiento de su mano, la alzó entregándosela a un suboficial que la cotejó en una lista que portaba.

Una vez terminada la revisión del documento, el censor se volvió hacia el oficial.

- ¡Afirmativo, mi teniente! – Agregó.

Uno de los soldados armados que esperaba, se acercó y empujó a Jorge. Con un movimiento de sus brazos le indicó que se dirigiera rumbo al edificio de la aduana, hacia la escalerilla que daba a los subterráneos.

Jorge caminó como un autómata, una sensación de emborrachamiento le hizo avanzar como en el aire.

Llegaron a la escalera y comenzaron a bajar, el fresco y húmedo aire del subterráneo enfrió aun más, el sudor de su rostro.

Lo condujeron hacia el interior. Cruzaron las oficinas hasta una escalera interior, bajaron los escalones hasta una bodega donde otros soldados esperaban… rápidamente le pusieron una capucha de género y salieron por una pequeña puerta metálica. Después, le guiaron bruscamente por unos fríos pasillos del subterráneo.

Siguieron por un lúgubre y penumbroso pasillo hasta otra puerta de metal entreabierta. Una escalerilla se sumergía hacia un nuevo nivel inferior, y un hedor mezclado con la humedad llenó las fosas nasales del obrero que bajaba los peldaños.

Por último, llegaron a una húmeda sala y le dejaron de pie.

- ¡Quítate la ropa! – Ordenó alguien.

Los movimientos de Jorge eran lentos al no poder mantener el equilibrio. De pronto, un golpe en la espalda lo tiró al suelo mojado.

- ¡A ver si ahora puedes empelotarte mejor! ¡Conchetumadre! – Esputó el agresor.

El obrero continuó quitándose la ropa en el suelo. Un fuerte chorro de agua comenzó a mojarlo por varios minutos.

Terminado el baño, Pedro quedó tirado en posición fetal.

El frío comenzó a apoderarse del obrero en el preciso momento que fue levantado bruscamente por dos soldados. Los espasmos no le dejaban caminar en forma normal, por lo que prácticamente lo llevaban arrastrando.

Caminaron entre pequeños recintos, el hedor a carne descompuesta y a humedad, entraba de golpe por las fosas nasales del indefenso estibador y segundos después, lo empujaron hacia un húmedo cuarto.

Una mano lo tomo del pelo y lo jaló hacia una especie de cama, cubierta por una rejilla de metal. Otros silenciosos desconocidos, lo tomaron de los brazos y extendiéndolos, lo ataron al contorno con alambres. Sus piernas fueron amarradas de la misma forma.

Quedó inerme por unos segundos. De pronto, una descarga en el armazón metálico electrificó desde abajo al obrero, adhiriendo la rejilla a los glúteos y espalda con un espasmo de calor recorriendo su interior… un segundo después, nuevamente otra descarga.

Jorge perdió la noción del tiempo, sus gritos fueron apagados por una toalla húmeda en su boca… comenzó a perder la conciencia envuelto en un torbellino de varios golpes de electricidad.

- Parece que está listo… - Indico el oficial a cargo. – Ya Doctor, es todo suyo.

El médico procedió a realizarle un examen corporal con estetoscopio.

- Su corazón está bien. – Agregó.

- Lo vamos a reanimar un rato para responda algunas preguntas. Vea lo que puede hacer.

Lo dejaron por unos minutos, los calambres comenzaron a contraer sus extremidades con un dolor intenso. Las amarras de alambre, se incrustaban en su piel.

No supo cuanto tiempo estuvo esperando, hasta que una voz resonó a su costado.

- Esta en tus manos… - Indicó casi susurrando. - Queremos los nombres que faltan.

- No, se… de que me habla. – Agregó Jorge con voz temblorosa.

- Es la única forma que tienes para dejar de sufrir… Danos solo tres nombres.

- Pero… ¿De, quien? (…) Yo no sé…

Nuevamente la electricidad recorrió su cuerpo del obrero. Ahora desde sus testículos hasta la palma de los pies.

Después de varios golpes de electricidad, un sopor lo fue envolviendo. Posteriormente lo desamarraron y sujeto por los soldados, lo arrastraron y tiraron a la sala, bañándolo con las mangueras de agua fría, empapado quedo en un rincón. Después, lentamente comenzó a quedarse dormido.

Se despertó repentinamente sin capucha. La penumbra del recinto en el que se encontraba, se quebró con una potente luz que apuntó directamente a los ojos de Jorge cegándolo en el preciso momento que alguien le calzaba una nueva capucha hasta la boca y era empujado hacia el frío interior desconocido.

- Ya pues. – Agrego paternalmente otra voz ronca. – Solo tienes que decirme tres nombres.

- Nombres… ¿De quién? – Susurro Jorge.

Los golpes en los riñones y los testículos consecutivamente lo hicieron doblarse en un sordo quejido y un nuevo golpe le hizo rodar por el suelo mojado y pedregoso. Un seco golpe en el costado de la mandíbula fue suficiente para sumergirlo nuevamente en el vacío letargo de inconsciencia.

En la subida del Cerro Playa Ancha, el gris ascensor vacío, comenzó a subir con el metálico sonido provocado por su estructura que vibraba al ser tirada por los cables engrasados que se retorcían en un movimiento constante; su sombra proyectada por el sol del atardecer, se arrastraba entre los techos y las paredes de las casas que colgaban en los cerros del puerto. Lentamente, el inmenso mar iluminado en ondulantes brillos anaranjados, se fue tragando el disco solar que semejaba una esfera ensangrentada que se hundía en el horizonte.

Después, la negra noche comenzó a cubrirlo todo.

* * *

El parque de ejercicios del Cuartel de Infantería uno, en la ciudad de Santiago, era un gran patio de tierra al costado de una cancha de fútbol con un corto y amarillento pasto. Frente al parque, anterior al faldón del cerro que demarcaba el fin del cuartel, se encontraba la cancha de arrastre; con rejas, alambradas de púas, fosos y torres de madera. A continuación perdiéndose en los faldones del San Cristóbal, se ubicaba el polígono de tiro.

Los conscriptos realizaban su instrucción matutina. Los ejercicios se repetían una y otra vez, hasta que por fin, hubo un momento de descanso.

Los agotados soldados, se sentaron en una galería de madera que se alzaba a un costado de la cancha.

- ¡Un voluntario acá! - Gritó el cabo Schillins.

Luis, lo quedó mirando un segundo. Era el cabo que había conocido en el autobús al hospital militar, el primer día.

Ningún soldado se levantó de su asiento.

Esperó unos segundos y con una sensación de inseguridad se levantó.

- ¡Firme mi cabo! – Gritó Pérez y corriendo, se situó frente al instructor.

- Vas a ir a la guardia y me traes agua. – ordenó el clase.

- ¡A su orden mi cabo! - respondió y girando enérgicamente en una media vuelta, se alejó al trote hacia la guardia.

- ¿Quién te mandó? - preguntó el comandante de guardia.

- ¡Mi cabo Schillins! - respondió Luís.

El cabo, comandante de guardia, mira por un segundo al clase que lo secundaba y sonriendo, agrega; - Ese huevón de Schillins… es un flojo de mierda. - Y volviéndose a mirar a Luís continúa - Dile, que dice el cabo Muñoz, que él venga a buscar agua aquí.

- ¡A su orden mi cabo! – Responde el joven y vuelve sobre sus pasos.

- Como le voy a decir eso... capaz que me castigue. - Pensaba en el camino de regreso.

- Mi cabo Muñoz dijo que no había ningún "tacho" en que traerle agua… - Le indicó a Schillins. – Y dijo si podía ir Usted a tomar allá, mi cabo.

De pronto, la mano que se levanta y la mejilla de Luís es sacudida hacia un costado con fuerza. La sangre se agolpa en la cara comenzando a arder.

El joven, recuperándose del dolor, observa al clase que desencajado, vocifera; - ¡Cuando yo doy una orden me gusta que se cumpla! - Agregando enseguida iracundo; - ¡Por último me traes agua en las manos!

Indignado y de mala gana, Luís inicia nuevamente el camino a la guardia, pero es interrumpido.

- ¡Ven paca pelao!...- grita el clase. - Te das la media vuelta como corresponde y sales corriendo de aquí... ¿Estamos claro?

- ¡A su orden! - Contesta Luís por cumplir y se aleja trotando.

El agua se la llevó. Pero Luís, magullando secretamente su rabia, nunca más sería un voluntario para el cabo Schillins.

* * *

Hilda se dirigió presurosa hacia la intendencia, le habían enviado hasta allí desde las oficinas de la aduana en el puerto, cuando preguntó por su marido.

Preocupada por la ausencia de Jorge hacía ya tres días, decidió salir en su busca, con el corazón apretado en su pecho, pensando miles de situaciones que podrían haberle pasado.

Cruzó la plaza central bajando a la acera, un chillido de neumáticos que se resbalan a consecuencia de una brusca frenada de un vehículo la hizo sobresaltarse y gritar en un espontáneo ataque de histeria al enfrentar la máscara de un Austin mini que se detuvo a centímetros de su falda.

- ¡Fíjate por donde caminas! - Gritó el iracundo conductor desde el interior - ¿Acaso estas ebria? ¡Estúpida!

Hilda no contestó, temblando por una crisis nerviosa en proceso terminó de cruzar la calle ante la mirada de los transeúntes que por unos instantes interrumpieron sus pasos.

Sintiendo como si flotara y tras unos segundos que parecieron una eternidad, llegó frente al pórtico del antiguo edificio de la intendencia.

Un carabinero que controlaba la entrada le cerró el paso.

- Me mandaron del muelle, para… que preguntara por mi marido… - Explicó con voz temblorosa.

- Pase por ahí, señora. Tiene que hacer la fila. - Fue la respuesta del guardián mientras le indicaba con su mano izquierda hacia el interior.

Una fila de mujeres se internaba por un pasillo hasta una pequeña oficina, algunas conversaban en voz muy baja, casi en un murmullo, esperando su turno para ser atendidas.

Hilda tomó su lugar en la fila, observó por el costado mirando las espaldas de las mujeres como si con este gesto pudiese acelerar el proceso. Se notaba nerviosa e inquieta ante las respuestas negativas y vagas que había recibido en la aduana.

Una de las mujeres que esperaban en la fila la miró unos instantes, acto seguido se dirigió hasta la recién llegada.

- ¡Tranquila! Si estos desgraciados te ven así, te van a tratar mal. - Susurró la mujer a Hilda mientras se colocaba tras ella en la fila.

- ¿Hace cuanto que se llevaron a tu marido?

- El martes fue a trabajar al muelle… y no volvió a la casa. - Contestó Hilda.

- Entonces lo detuvieron en el trabajo. - agregó la mujer. - Hay que buscar testigos de que lo detuvieron, porque si no… seguro desaparece.

- El marinero que anota a los estibadores que llegan a trabajar, me dijo que no se presentó y que preguntara aquí por si lo habían tomado por el toque de queda… Pero si salió en la mañana a trabajar, y no llegó al trabajo… ¿Cómo lo pueden haber tomado en la noche, en el toque de queda?

- Si se lo llevaron los marinos, ellos no van a reconocer que lo tomaron… porque los únicos que pueden detener por ley, son los carabineros.

- ¿Pero con el estado de sitio, ellos pueden tomar prisioneros?

- No sin una orden de un Juez, o por lo menos de un Juez Militar.

- Y tú, ¿por qué sabes tanto de esto?

- Mi hermano es abogado y a mi marido lo arrestaron a los pocos días después del golpe de estado… Me han hecho venir todas las semanas a preguntar dónde lo tienen, porque lo cambian de un lugar a otro… y ni siquiera le han seguido proceso.

- Y yo, ¿qué voy a hacer si no tengo a nadie que me ayude, ni siquiera un abogado conocido de algún familiar de mi marido?

- Con mi hermano y algunos amigos, estamos formando un grupo de mujeres que buscan o le siguen los pasos, a sus familiares detenidos… Si quieres puedes unirte, nosotros te ayudamos con lo legal y tú puedes ayudarnos a hacer público lo que está pasando ahora, aquí en nuestro país… los militares golpistas no están respetando ningún derecho, ni siquiera de acuerdo a la ley producto del estado de sitio.

- ¡No sé! …Yo solo espero encontrarlo pronto. A lo mejor se dan cuenta que no ha hecho nada, puede que lo tengan en alguna parte. No quiero más problemas.

* * *

El otoñal día de Mayo en la capital, concluía con un pesado y caluroso ambiente.

La tarde de instrucción teórica, pasó lentamente para los jóvenes conscriptos. Temas como grados e insignias militares, estructuras armadas y la guerra bacteriológica, adormecían a los futuros soldados… De vez en cuando, uno de ellos preguntaba algo que servía para la mofa del instructor y lograba distender por unos minutos, la seriedad del tema.

Lentamente el disco solar anaranjado se perdió tragado por el horizonte trazado irregularmente por la cresta de los cerros del oeste, atardeciendo plañideramente sobre los techos de tejas y asbesto de las cuadras y oficinas del Regimiento. Después, el Rancho con la última comida devorada ávidamente por los soldados conscriptos.

Las cuadras del cuartel encendieron sus luces. La claridad del atardecer se escapaba entre las penumbras que comenzaban a cubrir los patios de ejercicios.

Terminaba un día más de adoctrinamiento.

Después de un breve descansó, llegó Schillins, instructor en turno de clase servicio, convocando al pelotón que, agrupándose lentamente, procedieron a formar la retreta.

Uno a uno, los conscriptos ingresaron a la cuadra una vez rota la formación, y ordenadamente fueron situándose frente a sus camas, enfrentando el pasillo.

El último en entrar fue el clase de servicio.

Apenas había traspasado el umbral cuando gritó la orden.

- Diez tiempos para acostarse. Y van cinco, seis…

Primero fue la camisa, rápidamente los soldados la desabotonaron y la sacaban casi a tirones.

- Siete... - Gritó el cabo y ya había algunos que comenzaban a desamarrarse las botas.

- Ocho... - Mientras los rezagados, aun forcejeaban con los bototos, otros terminaban con los pantalones.

- Nueve. - Fue el siguiente número y los primeros terminaban de ordenar la ropa, dejándola en el catre y metiéndose en la cama, se tapaban rápidamente.

- Y diez. ¡Terminar! - Gritó el clase de servicio.

Los conscriptos dejaron de moverse.

Tres habían quedado en pie. Dos soldados con los pantalones a medio salir y otro, con la ropa de cama en sus manos, sin alcanzar a introducirse en esta.

- ¡Ustedes tres, Punta y codo por debajo de las camas! ...Marr. - Con una sonrisa dibujada en el rostro, el clase se acercaba a los soldados que comenzaron a reptar bajo los catres.

Salían de una cama y se metían bajo otra, quedando sus espaldas marcadas de rasguños producidos por los alambres que sujetaban los somieres casi a ras de piso, a causa del peso de los conscriptos que en ellos dormían.

- Tienen tres tiempos para acostarse. – Agregó el cabo. - Uno...

Rápidamente los soldados salieron por debajo de los catres.

- Dos... - Gritó nuevamente y mientras uno terminaba de sacarse el pantalón, el otro soldado tomaba la ropa de cama para meterse en ella.

- Tres. ¡Terminar!

Ahí quedó el muchacho, mirando y esperando el castigo por no haber alcanzado a meterse en la cama.

- Que todavía queden algunas bestias… - Dijo sarcásticamente el cabo - ¡Ven para acá! ¡Pelado!

El joven se acercó.

- Tronco incline. - Dijo el instructor y el conscripto, se dobló en una especie de reverencia hacia delante.

El superior se acomodó tras el muchacho y veloz le propinó un puntapié que hizo remecer al soldado, cayendo de bruces al piso.

- ¡Ahora a dormir!

El muchacho, levantándose rápidamente, se metió en la cama tapándose hasta la boca.

- ¿Están todos dormidos? - Preguntó el clase y el silencio fue total.

- ¿Pregunté si están todos dormidos?

- ¡Sí mi cabo! - Respondieron todos al unísono.

- Me están mintiendo. - Dijo el clase - ¡Levantarse!

Todos los conscriptos se bajaron de sus camas y se ubicaron inmóviles frente a estas.

- Diez flexiones de brazos. - Dijo el cabo y los soldados comenzaron a hacer lo ordenado mientras uno de ellos contaba en voz alta.

Terminada la última flexión, quedaron inmóviles a la espera de la siguiente orden y esta no se hizo esperar.

- A sus camas.

Rápidamente, los jóvenes se metieron en ellas.

- Buenas noches. - Fue lo último que dijo el clase al salir de la cuadra, que guardó un pesado silencio.

Pasaron unos segundos y alguien se movió haciendo crujir el catre de metal en el cuál reposaba.

De pronto, una bota voló por los aires hasta caer encima de un soldado que soltó un quejido. Fue el principio de una batalla que se armó en la pieza, en donde los bototos y almohadones volaban de una cama a otra.

En medio del escándalo, un muchacho se levantó poniéndose apresuradamente los lentes.

- ¡Hasta cuándo van a seguir fregando! - Exclamo en un ronco grito. - ¿Quién fue el huevón que me tiró la bota? - Mientras indignado decía esto se paro en medio de la cuadra y gritó nuevamente. - ¡Qué sea bien hombre el huevón y me diga porque lo hizo!

El silencio volvió a reinar en el dormitorio.

- ¡Y qué esperas, Maricón! ¿No tenías tantas ganas de entretenerte?

No había terminado de preguntar, cuando en la puerta apareció el cabo Schillins.

- ¿Que está pasando aquí? - Dijo mientras miraba al soldado. - ¿Para qué te levantaste?

- Para ir al baño, mi cabo.

El clase lo observó un segundo. Todos los soldados sabían que seguramente había escuchado el barullo completo desde el pasillo.

- ¿Cuál es tu nombre soldado?

- ¡Conscripto Claudio Vergara, mi cabo!

- Bien, vuelva a la cama y en quince minutos más, puede ir al baño.

El instructor, salió al pasillo en momentos que el corneta de la guardia tocaba a silencio.

- No digo yo… ¡Es la raza chilena, la mala! - Agregó alejándose y la noche comenzó a cubrirlo todo, con su negro manto de sombras.